Uno no nació antibético. Cuando mi padre empezó a llevarme al fútbol, con unos seis años, y descubrí este maravilloso espectáculo, mi corazón deportivo se hizo sevillista para siempre. Pero por aquel entonces el Betis ni siquiera existía en mi pensamiento, yo disfrutaba con mi equipo y nada más.
Sin embargo pronto empecé a darme cuenta de que sí había otro equipo en la ciudad, porque en el colegio los compañeros béticos se metían conmigo cuando perdía el Sevilla, y yo veía cómo mis compañero sevillistas hacía lo propio con ellos cuando perdía el Betis. Como no me gustaba el cachondeíto que tenía que sufrir esos lunes tras la derrota, no tardé en entrar en ese círculo que tanto caracteriza a esta ciudad, y esperaba con ansia la derrota de los verdiblancos para devolverles a mis amigos la lata que me daban ellos. Y así empezó todo, cada domingo me ilusionaba con la victoria del Sevilla, y deseaba fervientemente la derrota del Betis.
Esto se prolongaba fuera del colegio, con los demás amigos, familiares, y siguió durante el instituto, la universidad, el trabajo... No es una historia muy original, cualquier aficionado al fútbol en Sevilla la ha vivido con ligeras diferencias, pero lo cierto es que aunque a uno no le enseñen a ser anti-bético (o anti-sevillista), las circunstancias te hacen serlo.
A mí me gustaría que el Sevilla y el Betis se llevaran bien. Que fueran como los equipos vascos, que se ayudan cuando uno de ellos está en apuros o puede conseguir algo importante; que actuaran juntos ante la Liga Profesional y los Comités que a ambos maltratan; que no se robaran jugadores o se entrometieran en los fichajes del otro, encareciéndolos. Y tantos beneficios más que obtendrían Sevilla y Betis de una colaboración leal como equipos de una misma ciudad. Por eso me gustaría no ser anti-bético.
Pero lo cierto es que no hay nada que hacer. No me quiero quedar sin el cachondeíto de los lunes (o de la semana entera, según la jornada), sin los nervios de los derbis pensando la que me espera si pierde el Sevilla, sin la alegría que siento (sí, la siento, qué le vamos a hacer) cuando en el marcador electrónico del Sánchez Pizjuán anuncian los goles que le marcan al Betis (los que marcan ellos nunca los ponen, menos mal que hay gente que lleva la radio al estadio). Y no quiero que se acabe esa salsa que tiene el fútbol en nuestra ciudad. Sin localismos, con aspiraciones más altas que simplemente ganar el derbi, y con grandes amigos verderones.
Pero, sin remedio: anti-bético.
Sin embargo pronto empecé a darme cuenta de que sí había otro equipo en la ciudad, porque en el colegio los compañeros béticos se metían conmigo cuando perdía el Sevilla, y yo veía cómo mis compañero sevillistas hacía lo propio con ellos cuando perdía el Betis. Como no me gustaba el cachondeíto que tenía que sufrir esos lunes tras la derrota, no tardé en entrar en ese círculo que tanto caracteriza a esta ciudad, y esperaba con ansia la derrota de los verdiblancos para devolverles a mis amigos la lata que me daban ellos. Y así empezó todo, cada domingo me ilusionaba con la victoria del Sevilla, y deseaba fervientemente la derrota del Betis.
Esto se prolongaba fuera del colegio, con los demás amigos, familiares, y siguió durante el instituto, la universidad, el trabajo... No es una historia muy original, cualquier aficionado al fútbol en Sevilla la ha vivido con ligeras diferencias, pero lo cierto es que aunque a uno no le enseñen a ser anti-bético (o anti-sevillista), las circunstancias te hacen serlo.
A mí me gustaría que el Sevilla y el Betis se llevaran bien. Que fueran como los equipos vascos, que se ayudan cuando uno de ellos está en apuros o puede conseguir algo importante; que actuaran juntos ante la Liga Profesional y los Comités que a ambos maltratan; que no se robaran jugadores o se entrometieran en los fichajes del otro, encareciéndolos. Y tantos beneficios más que obtendrían Sevilla y Betis de una colaboración leal como equipos de una misma ciudad. Por eso me gustaría no ser anti-bético.
Pero lo cierto es que no hay nada que hacer. No me quiero quedar sin el cachondeíto de los lunes (o de la semana entera, según la jornada), sin los nervios de los derbis pensando la que me espera si pierde el Sevilla, sin la alegría que siento (sí, la siento, qué le vamos a hacer) cuando en el marcador electrónico del Sánchez Pizjuán anuncian los goles que le marcan al Betis (los que marcan ellos nunca los ponen, menos mal que hay gente que lleva la radio al estadio). Y no quiero que se acabe esa salsa que tiene el fútbol en nuestra ciudad. Sin localismos, con aspiraciones más altas que simplemente ganar el derbi, y con grandes amigos verderones.
Pero, sin remedio: anti-bético.
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