Se logró una hazaña más, y cayó el tercer título de los cuatro en disputa esta temporada. Delante de las impresionantes gradas del Bernabéu, invadidas en su amplia mayoría por el blanco y rojo de la afición sevillista, este Sevilla se convirtió en un equipo, como dijo Del Nido, de leyenda.
El partido fue feo para el espectador, pero el Sevilla F.C. lo hizo perfecto. Perfecto porque casi todo salió como Juande Ramos debió de plantearlo: Salida en tromba del Sevilla, presión muy arriba y ritmo altísimo para intentar marcar cuanto antes, y después dejar más campo al Getafe para poder contraatacar y sentenciar. Se cumplió la primera parte, con el equipo que salió claramente a por el partido, tanto que pudo llevarse un disgusto en la oportunidad que Palop (otra vez decisivo) le atajó a Güiza, pero en un fallo defensivo de un nervioso e inexperto Getafe, Kanouté demostró su clase y no perdonó, como hacen los equipos grandes.
A partir de ahí lo único que podía hacer el Sevilla es lo que hizo: controlar el partido (que no necesariamente el balón) y anular las escasas armas del Getafe. Con el estado físico en que han llegado los blancos a esta final, seguir atacando y presionando para resolver era imposible. Sólo aprovechando alguna contra podía haber terminado con el partido, pero no se pudo hacer más.
El Getafe en la segunda parte se vio impotente, y aparecieron las brusquedades, los fingimientos, etc., con lo que sin quererlo le hacían un favor al Sevilla, que en esos momentos prefería un partido sin ritmo y con poco juego.
Dicen que las finales no están para jugarlas sino para ganarlas, y el Sevilla ha demostrado que sabe hacer ambas cosas. Esta vez tocó ganar sin jugar bien, lo cual ya es bastante mérito teniendo en cuenta que era el partido número 63 que disputaba el equipo esta temporada. Sueño, leyenda... cualquier calificativo es corto para lo que el Sevilla F.C. lleva realizado en la dos últimas temporadas. ¡Enhorabuena, sevillistas!
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